Un día llegando a casa,
vi tu cuerpo muerto en el suelo,
con ansias de partir
para otro lugar que no el tuyo.
Y yo,
no sabiendo ni cómo ni por qué,
cogí tu fantasma en mis manos
y absorbí tu sangre en mis ojos
y tus miedos por la boca.
Tus palabras,
las que no dices sobre todo,
penetran mis oídos sordos
en sonidos de tranquilidad silenciosa
de nuestra rápida despedida,
hoy y siempre.
Ahora,
con la ventana abierta
y la televisión prendida en lluvia gris,
siento tus dedos en mi cabello
como si de un viento raro se tratara;
Una y otra vez me despierto de mi sueño,
tan pronto como tus besos
y tan difícil como la distancia.
Ya no hay poemas ni canciones
ni humores desafinados…
Pero mis zapatos,
los que me obligas a tener
para que no te ensucie la cama,
tienen siempre ganas
de volver a casa.
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